martes, 13 de marzo de 2012

El dinero y las palabras

La globalización se hace sentir en el mundo de los libros a través de compras y ventas de sellos editoriales que cambian de contenidos de acuerdo con las leyes del marketing y de pautas de venta que hacen más difícil la publicación de nuevos autores

En una entrevista concedida hace unos meses a un diario argentino, Jorge Herralde, el director de la prestigiosa editorial Anagrama, explicó los motivos por los que se vio obligado a aceptar la venta de esa casa española al grupo Feltrinelli, de Milán. "He bregado a lo largo de veinte años para evitar que una editorial como la mía perdiera su independiencia -dijo (cito de memoria)-, y estoy orgulloso de haber resistido durante tanto tiempo. Pero 2010 marca una frontera: a partir de ese año ya no hubo nada que hacer. La batalla estaba perdida de antemano. Al menos tengo el consuelo de haber entrado en un grupo dirigido por Inge Feltrinelli, que es una amiga y una verdadera editora."

¿De qué frontera se trata y qué sucedió en 2010 para que todo pataleo se tornara imposible? Y si los otros interesados en comprar Anagrama no eran verdaderos editores, ¿entonces qué eran?

En principio, el proceso del que habla Herralde no es nada nuevo: muchas editoriales francesas, a las que conozco de cerca, han pasado a formar parte de grandes grupos, supuestamente sin perder su identidad, aunque cabe sospechar que no en todos los casos se habrá tratado de transacciones amistosas como la de Herralde con Feltrinelli.
La venta de Grasset, sin ir más lejos, data de los años noventa, que en ningún sitio del mundo fueron gloriosos. Jean-Claude Fasquelle, su director y propietario por herencia y tradición familiar (la editorial se llamaba en una época Grasset-Fasquelle), le cedió sus acciones al grupo Hachette, poco antes de 2000. En ese momento y aun sin conocer los entretelones, los cambios que experimentó mi propia relación con esa editorial me bastaron para advertir que estábamos llegando a una terra incognita . Fasquelle se había comportado siempre como un gran señor, vale decir, como alguien que no estudia las cuentas al dedillo, o que si las estudia lo disimula. Es cierto que los dinámicos ejecutivos enviados por Hachette para reemplazarlo conservaron, mientras pudieron, un barniz de señorío, pero la atmósfera varió de manera tan vertiginosa como brutal: de la noche a la mañana los ejecutivos mostraron los colmillos, los contadores y empleados del sector comercial se volvieron todopoderosos y la cruda desnudez de las cifras entró a reinar.

Todo habría quedado, para mí, en el terreno de las intuiciones confusas, si la lectura de la entrevista a Herralde, primero, y de L'argent et les mots de André Schiffrin -un librito de fundamental importancia publicado por la pequeña editorial La Fabrique, ésta sí completamente libre-, después, no me hubieran alertado sobre una situación muy concreta que ningún escritor y ningún lector deberían ignorar. Una situación que, por supuesto, también existe en la Argentina, y cómo, pero que, siguiendo a Schiffrin, me limitaré a exponer en relación con el país donde vivo y con los ejemplos sobre todo franceses y estadounidenses que maneja este autor. Digamos solamente que el espectro editorial argentino se ha dividido, como el de cualquier otro sitio del mundo, en dos -los peces gordos por un lado y los chicos por otro-, y que mientras los primeros responden a grupos internacionales, los segundos resisten.

Schiffrin es un editor francés instalado en Estados Unidos, hijo del creador de La Pléiade, la célebre colección de Gallimard que reúne a los grandes autores universales: estar en La Pléiade significa ser inmortal. Antes de ahora Schiffrin publicó dos libros que daban la voz de alerta, L'édition sans éditeurs y Le contr ô le de la parole , pero el espeluznante panorama que pintaba sobre el estado de la edición mundial impresionaba, en Francia, menos. "Eso pasa en el mundo anglosajón -escribían los críticos de este país-. A nosotros no nos puede pasar porque la excepción cultural francesa nos protege." L'argent et les mots echa por tierra aquellas ilusiones.
En efecto, diez años después del primer libro citado, Schiffrin también menciona esa fatídica frontera de 2010. No sólo la situación ha empeorado en su conjunto y en todas partes, sino que tampoco Francia ha logrado salvarse. El poder de los dos grandes grupos, el arriba mencionado Hachette y el grupo Vivendi, no ha sido equilibrado por ningún otro del mismo peso.

En Le contrôle de la parole , este viejo, tozudo y experimentado luchador cultural describía "las primeras etapas de la caída del viejo edificio". Todo empezó en 1998, cuando la compañía Générale des Eaux tomó el nombre de Vivendi para convertirse en "un gran grupo de comunicación y entretenimientos lanzado al juego de la globalización". Jueguito peligroso que hizo desmoronar el sistema. Como sucede con estas operaciones de naturaleza inasible llamadas financieras, de las que los ingenuos entendemos tan poco, pero cuyas consecuencias sufrimos, el crecimiento fue rápido y el derrumbe también. Cuando el ejecutivo de Vivendi, Jean-Marie Messier, se entusiasmó comprando, además de estudios de cine, una gran editorial de Boston, tuvo que vender todo a las apuradas y perdió millones. "Si Messier hubiera ordenado a sus editoriales que sólo publicaran poesía y novelas difíciles, no habría perdido ni una mínima parte de lo que se le fue de las manos", ironiza Schiffrin, sin agregar "por comilón" pero dejando la palabra en el aire.

La historia sigue. Vivendi poseía un tercio de la edición francesa, con editoriales como Plon, Laffont, Nathan, Bordas o Pocket. Estaban tristes y cariacontecidos cuando apareció el "caballero blanco". Se trataba nada menos que del barón Ernest-Antoine Seillière, ejecutivo del grupo de inversiones Wendel, potentado como pocos y encima noble. Estupor general: ¿qué interés podían despertarle las editoriales a este financista conocido por sus ideas conservadoras y su escasa atracción por la cultura? "Yo no voy a vender Vivendi, a partir de ahora llamada Editis, hasta dentro de diez o quince años", prometió el barón, adelantándose a lo que todos pensaban y nadie se animaba a decir: que la jugada se parecía como dos gotas de agua a las conocidas y misteriosas compras de empresas, a veces productivas y hasta exitosas, pero que dan más plata al venderlas que al conservarlas.

Tres añitos después, Seillière anunció que le vendía Editis a la española Planeta. La transacción le reportó una ganancia del 300 por ciento. Hubo cierto griterío tricolor patriótico porque, en vez de hacer negocios con Hachette, el barón había preferido una editorial extranjera, pero lo más importante no fue dicho. "Seillière había puesto en evidencia que todavía se podía ganar plata con la edición, no publicando libros que valieran la pena, por supuesto, o que fueran éxitos comerciales, sino comprando y vendiendo las editoriales mismas. El ejemplo de Editis -agrega Schiffrin- revela el nivel de ganancia buscado por los grandes inversores. Mientras las editoriales comerciales se esfuerzan por demostrar que pueden producir un rendimiento del 10 por ciento anual, esas cifras son bolitas de colores para todos los Wendel de este mundo, capaces de alcanzar un 300 por ciento. En la crisis económica actual, para ganar realmente mucha plata ya no es posible conformarse con esa actividad trivial que consiste en fabricar algo real y venderlo. Los bancos y los especuladores han hecho ver que jugando con el dinero de los inversores, creando productos financieros de una extremada complejidad y vendiéndolos a compradores inconscientes, se amasan verdaderas fortunas."
¿Qué es de la vida del escritor en medio de esta fiebre? Muy simple: hoy, la gran editorial estadounidense Random House, que pertenece a la aún más grandota Bertelsmann, lo piensa dos veces antes de publicar a autores que vendan menos de 60.000 ejemplares. Dejando de lado los valores seguros -hasta cierto punto: la última novela de Umberto Eco, publicada por Grasset, obtuvo ventas que a gatas alcanzaban un cuarto de lo previsto- y a los productores de best-sellers o literatura-basura, uno se pregunta qué escritores podrán publicar alguna página en un futuro próximo, si la exigencia es llegar a 60.000.

"Por si esto fuera poco y por el mismo precio" -añadiremos, puesta la mente en los vendedores de peines y biromes, un oficio acaso destinado a los escritores lo bastante ágiles como para subirnos al colectivo a proponer libritos que entren "en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero"-, por si esto fuera poco, pues, tampoco al lector con ganas de descubrir autores le quedan muchas librerías independientes, ésas donde uno entra a mirar, a pedir consejo, y donde el librero, que para vender lo escrito ha comenzado por leerlo, decide por su cuenta qué poner en la vidriera sin esperar que los editores le paguen por centímetro de estante. Schiffrin relata que el grupo Feltrinelli, el de la editora amiga de Herralde, dueño de cien librerías, ofrece generosamente exponer las obras de un autor en sus cien vidrieras por la módica suma de 10.000 euros y "por ser usted". Pienso que si un editor modesto pero fervoroso tuviera esos 10.000, preferiría publicar otro libro antes que desembolsarlos para que los apresurados viandantes vean el color de una tapa repetida a lo largo y lo ancho de un escaparate. No podemos saber a ciencia cierta si los puñetazos en el ojo a que la publicidad nos somete despiertan el deseo o lo adormecen. Pero resolver en nuestro fuero interno que la vidriera monótona, insistente y remunerada es lo contrario de la libertad, y que la preservación del deseo pasa por la sobriedad, no por la desmesura, significa nada menos que elegir de qué lado estamos.

Fecha de vencimiento

¿Librerías independientes? En Estados Unidos, dice Schiffrin, las grandes cadenas las están destruyendo a paso redoblado, ese ritmo alocado y ansioso que preside todos estos enredos. Y sin embargo, ni siquiera el gigantismo les garantiza nada: por eso, para no perder su precioso tiempo, tanto la neoyorquina Barnes & Noble como su rival Borders se apresuran a desembarazarse de los libros "exigentes", o sea, con pronóstico de venta inseguro, por no decir desastroso, y devuelven a los editores cantidades de ejemplares nunca vistas hasta hoy. (Aunque esas devoluciones hayan aumentado en forma catastrófica, tampoco esto es reciente: desde hace varios años, cuando algún lector extraviado en el laberinto me anuncia que se ha pateado la ciudad entera buscando en librerías uno de mis libros, pero que está agotado, suelo responderle con amarga sonrisa: "Qué va a estar agotado; lo que pasa es que los libreros devuelven lo que, dentro de cierto plazo cada vez más cortito, no se ha vendido. Es como si los libros fueran yogures. Tienen fecha de vencimiento. En el mejor de los casos se los considera podridos a los tres meses, en los medianos, al mes, y con los otros basta una semanita para mandarlos a la morgue, perdón, al depósito. Ni te molestes en encargarlo -aconsejo, acentuando el rictus- porque a la mayoría de los libreros le resulta más engorroso volverlos a pedir que decretar su desaparición".)

De las trescientas librerías que había en Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial, relata Schiffrin, ahora, contando las cadenas gigantes, quedan treinta. En Inglaterra es igual: después de haber eliminado numerosas librerías independientes con el simple recurso de vender más barato, Waterstone fue comprada por W. H. Smith, una cadena de negocios de diarios y revistas que puede permitirse bajar todavía más los precios de los libros. Es por eso que en París, en los Champs-Élysées, un librero "resistente" llenó el frente de su librería con paneles de lado a lado donde figuraba la más drástica de las opciones: "vivir o morir". Lo vi con estos ojos. Parecíamos estar en la Comuna del 48 o en Mayo del 68, pero era simplemente un hombre que amaba su oficio y que se negaba a entregarle el local a un negocio de modas, tal como sucedió hace unos años con esa librería maravillosa que fue Le Divan, en Saint-Germain des Près, ahora convertida en Dior.

Salta a la vista la semejanza entre estos negocios y el papel representado en el conjunto de la sociedad por lo que podríamos llamar el nuevo dinero, el de las burbujas financieras que con tan lindos colores se disuelven en el aire, el que genera las crisis. En Las ilusiones perdidas , Balzac, que supo como nadie hablar de plata, describe una empresa basada en el modelo artesanal tradicional. Ahora ya no se trata de esa plata. Ni de esa empresa. Ahora, ya lo hemos visto, la ganancia no está en fabricar. ¿Pero para qué los banqueros, los especuladores, los financistas se interesan en el sector de la, digamos, cultura, donde resulta obvio que el beneficio es chaucha y palito en relación con los niveles a los que están acostumbrados? Porque, habrá que repetirlo hasta el hartazgo, para ellos no se trata de hacer, sino de poseer y revender. Es claro que como el que se compra una editorial está obligado a publicar, o a hacer de cuenta que publica, la tendencia consiste en producir libros con fuerte potencial comercial y eliminar los otros de cuajo. "He dicho alguna vez que al dejar de lado nuevos títulos sin gran esperanza de venta, estábamos pasando del infanticidio al aborto -se burla Schiffrin-, puesto que se desechan contratos a los que ya no se considera financieramente válidos. Hoy ya hemos llegado a los métodos anticonceptivos: se hace lo posible para que esos libros no entren de modo alguno en el proceso de producción."
Al analizar los catálogos de grandes editoriales en los últimos cincuenta años, como por ejemplo el de HarperCollins, que ahora pertenece a Rupert Murdoch, Schiffrin sigue la huella de una transformación que los torna irreconocibles. En los años cincuenta y sesenta, esos catálogos comerciales no se diferenciaban de los que corresponden a las mejores editoriales universitarias de hoy. En la actualidad, la palabra "literatura" está siendo reemplazada por "industria del entretenimiento". De modo matemático, la publicación de esos libros coincide con la salida de una película o de una serie televisiva sobre algún tema afín.

La tendencia también apunta a la centralización. Al amalgamar editoriales distintas, se puede, entre otras cosas, despedir a más y más empleados y agradecer a los sufridos editores por los servicios prestados, aunque hayan hecho buena letra poniendo en práctica lo que sus nuevos y generalmente invisibles patrones les habían exigido. Desde un punto de vista práctico, la amalgama se entiende. Desde un punto de vista moral, produce vértigo. El que dos editoriales como Doubleday y Pantheon, que antes eran el polo opuesto la una de la otra, aparezcan mencionadas dentro del grupo Knopf sin aludir a su nombre de pila le hace dar vueltas la cabeza al más pintado.
Francia todavía guarda las apariencias en lo que atañe al nombre. La Martinière es un grupo editor de grueso calibre que antes sólo producía libracos turísticos con lindas fotos y papel brillante (confieso ruborizada que hace unos años, y por motivos meramente económicos, me he visto constreñida a pergeñar un enorme y ricamente ilustrado mamotreto sobre la Argentina, lleno de gauchos y de puestas de sol). Pero que La Martinière se haya comprado Seuil, acaso la más literaria de todas las editoriales francesas, la de Roland Barthes, la del grupo Tel Quel, la del exquisito barroco cubano Severo Sarduy, por mucho que le permita seguirse llamando como se llamaba, a mí, francamente, me deja muda.

Ahora bien, si detrás de Seuil está La Martinière, ¿quiénes están detrás de La Martinière? Si los financistas que nos poseen no son editores, ¿qué son, fabricantes de embutidos? Idea balzaciana de tan antigua, me contestaría Schiffrin. En un reportaje filmado, este indignado de rostro impasible nos asegura que la plata de algunas editoriales francesas viene de aviones militares y de armamentos marca Dassault.
Una palabrita con respecto a ese trío de grandes y prestigiosas editoriales al que malignamente se ha dado en llamar Galligraseuil, por Gallimard, Grasset y Seuil, famoso porque en cada temporada otoñal algún miembro del terceto arrambla con los premios literarios y deja a los demás rumiando su despecho. Pues bien, la única de las Tres Gracias que no se ha vendido a nadie es Gallimard. Debe de ser por eso que, cuando años atrás solía frecuentar esa casa editora con cierta asiduidad, Odile, la secretaria, me susurraba, mitad en serio y mitad en broma: "Pero Aliciá , no se ría tan fuerte, ¿no ve que esto es un templo?". Se me ocurre que ahora me reiría despacito y con respeto, como temiendo que una destemplada carcajada sacuda los cimientos de una de las raras editoriales que han sabido permanecer libres.

"¿Cuál es el porvenir de esos sectores en un mundo regido por la rentabilidad? -se pregunta Schiffrin-. ¿Podemos confiar en el sistema tradicional, el de la propiedad generadora de beneficios? ¿Existen soluciones alternativas, nuevos modelos?". L'argent et les mots intenta ir más allá de una simple comprobación, para contestar a esas preguntas con lucidez pero sin pesimismo, en términos cuya originalidad está en esa bendita palabra que no me cansaré de repetir: sobriedad. En efecto, frente a la glotonería suicida de todo lo antedicho, las "soluciones alternativas" que sí propone, y que prefiere, tienen que ver con la moderación en el afán de lucro.

Cuestión de audacia

Una de ellas son las pequeñas editoriales independientes que se han multiplicado en el mundo entero; en Italia, Schiffrin ha contado varias decenas. Son las únicas con audacia suficiente como para arriesgarse a publicar textos no masticados ni digeridos de antemano. Ardua tarea: esas casas pequeñas se enfrentan al problema de las distribuidoras que les exigen un imposible rendimiento anual. Moraleja, la mayoría se las arregla a pulmón, y ya se sabe lo que puede el pulmón frente a una gran librería poco dispuesta a apilar sobre la mesa, bien a la vista, un ensayo poético, una traducción difícil, una primera novela de un autor raro. En Francia, las editoriales independientes producen un tercio de los 38.000 títulos publicados por año, pero el total de sus ventas sólo representa el uno por ciento. Lo mismo puede decirse de las editoriales universitarias en Estados Unidos. Por otra parte, esos pequeños editores son jóvenes, ardorosos, creen en lo que hacen y aceptan no ganar por su trabajo, ¿pero cuánto tiempo pueden sostenerse, en una sociedad que los impulsa a dejar de ser jóvenes y ardorosos y de creer en algo? Es cierto que la juventud de los unos es reemplazada por las de otros, y que siempre se puede confiar en lo que nunca ha fallado desde que el mundo es mundo: el traspaso de la antorcha.

Schiffrin confía también, y mucho, en la ayuda oficial. En ese sentido, el CNL francés o Centre National du Livre es un magnífico ejemplo. Sin sus becas a escritores, traductores y editores, muchos libros no se habrían escrito ni habrían visto la luz. Por su parte, en Francia los centros regionales otorgan ayudas gracias a las cuales una pequeña editorial se puede mantener vendiendo apenas setecientos ejemplares, cosa nada inalcanzable aunque tampoco fácil (cuando Seuil se lanzó valientemente a la edición de las obras completas de un cuentista demasiado genial como el uruguayo Felisberto Hernández, vendió cuatrocientos). Esas ayudas han permitido la creación de 237 editoriales chicas fuera de París, que publican alrededor de 300 títulos. "No existe nada comparable ni en Estados Unidos ni en Gran Bretaña, a excepción de Escocia", admite Schiffrin. Hasta las municipalidades de los pueblitos ponen el hombro, facilitando locales para fundar editoriales y organizando encuentros literarios: cada verano, toda Francia es un hervidero de coloquios y mesas redondas a los que asiste un público apasionado con ganas de leer. Llegar a una aldea entre vacas de una región como el Gers, más conocida por esos pobres gansos alimentados a la fuerza con los que se hace el foie gras que por su contribución a la cultura, y encontrarse en una exquisita librería subvencionada, colmada de gente y ornada con retratos de escritores latinoamericanos, es una de esas experiencias por las que uno se dice que todo esto valió la pena.

Lo que surge de semejante análisis es un fenómeno de disociación. Como si, al abrirse una brecha cada vez mayor entre lo que publican los grandes y los chicos, la diferenciación resultara tan evidente que casi pierde sentido continuar llamando "literatura" a unos y otros productos. ¿Qué relación existe entre un libro exigente y otro fabricado a propósito para que esa entelequia llamada "todos" pueda entenderlo? Frente al abismo que se agranda entre unos y otros, acaso convendría designarlos directamente con nombres distintos. ¿Por qué no abandonarles a los negociantes la palabra "novela", tan trajinada, y utilizar, por ejemplo, para las narraciones que requieren pasión y sufrimiento, aquella denominación propuesta por Unamuno para sus propias obras de ficción: "nivola"? De ese modo, y dejando de lado la obviedad del chiste (como en español la v se pronuncia igual que la b, en la Argentina la "nivola" vendría a ser una novela que a nadie le despierta el mínimo interés?), quedaríamos claramente distribuidos en lugares distintos. Ya no habría confusión. No se nos consideraría dentro de un idéntico rubro. Nuestros estantes en las librerías no serían los mismos. Schiffrin encuentra que ese proceso, de algún modo, ya ha comenzado. "En mi último viaje a Roma me impresionó la enorme diferencia entre los libros vendidos por una gran cadena como Mondadori y los que se podían encontrar en una librería independiente. No había casi nada en común entre las dos."

Cuando llegué a Francia en 1978 sin conocer a nadie, ni en el mundo editorial ni en ningún otro, la célebre traductora Laure Bataillon le presentó a las ediciones Mercure de France mi primera novelita, publicada en Buenos Aires con el sello Calicanto, proyección argentina de la más conocida editorial Arca de Montevideo. Conocida, aunque confidencial y nada comercial. Al poco tiempo se produjo el milagro: Simone Gallimard, la directora, me llamó para decirme que me publicarían la novela. "No se va a vender -me anunció-, porque es muy literaria, pero una editorial prestigiosa como la nuestra se debe a sí misma publicar textos de calidad, por invendibles que sean. Además usted vive en Francia, es joven y habla francés." En aquel momento oscilé entre la fascinación y el escándalo. ¿Cómo? ¿Me publicaban sabiendo que no me venderían? ¿Y cómo lo podían saber, qué bola de cristal consultaban para estar tan seguros? Y además, si yo hubiera tenido noventa años, hubiera vivido en Pirané, Formosa, y hablado sólo guaraní, ¿ese mismo texto habría terminado en el canasto? Frente al mundo de hoy, las palabras de Madame Gallimard suenan a música de las esferas. El pronóstico de venta para ella quedaba claro, pero no era determinante, o no todavía. Una gran editorial "se debía" algo a sí misma. Hoy las cuentas son otras.

Alicia Dujovne Ortiz
9 de marzo de 2012
LA NACION

lunes, 12 de marzo de 2012

EL 20 DE MARZO A LAS 13 TODOS AL GOBIERNO DE LA CIUDAD


NO AL VETO DE MACRI A LA PENSIÓN PARA LOS MÚSICOS
EL 20 DE MARZO A LAS 13 TODOS AL GOBIERNO DE LA CIUDAD

El gobierno de Mauricio Macri vetó el Régimen de Reconocimiento a la Actividad Musical, sancionado por la Legislatura de la Ciudad, que otorgaba un subsidio mensual y vitalicio a los “ciudadanos y ciudadanas de reconocida trayectoria en la actividad musical”.
Este Régimen es similar al obtenido por los escritores porteños luego de una gran lucha contra la oposición de todos los bloques de la Legislatura, que terminó con la aprobación de la ley, por esos mismos bloques, salvo el del PRO, que se abstuvo.
Macri teme tanto como el gobierno nacional que esta ley siente un precedente –el derecho a jubilación de los artistas– que traiga una catarata de reclamos por este elemental derecho (teniendo en cuenta el antecedente de los escritores).
Nuestra solidaridad con el reclamo de los músicos servirá para impulsar no solo la lucha contra la proscriptiva reglamentación de Lombardi de la Pensión del Escritor, sino también su ampliación a nivel nacional. 
Llamamos a todos los escritores a movilizarnos junto a Músicos Organizados y otras organizaciones en defensa de esta conquista y contra el veto de Macri-Lombardi.

Movilicémonos el martes 20 de marzo a las 13 a la Casa de la Cultura, Av. de Mayo 575.
Convocamos a la SEA a pronunciarse contra el veto y a participar de esta movilización.

LuchArte Escritores

lunes, 14 de marzo de 2011

Que la Feria del Libro abra un espacio para discutir las posiciones de Vargas Llosa

La Feria del Libro es un acontecimiento eminentemente comercial, su éxito se mide por cantidad de visitantes y ventas. Es lo que sucede también con otras ferias ligadas a la actividad: en la última Feria de Francfort, por citar el ejemplo paradigmático de estos eventos, los acontecimientos más difundidos fueron la venta de los derechos de la obra de Borges y la algarabía que el nombramiento de Vargas Llosa como Premio Nobel había causado en el stand de Alfaguara, la multinacional que tiene los derechos del peruano. 

Esto no impide, o mejor dicho, quizá provoque que la Feria opere también como caja de resonancia de la actualidad política. Es lo que sucede con la invitación, por parte de la Fundación El Libro, del autor de La tía Julia y el escribidor a la apertura no oficial de la Feria. 

Es una impostura, por tanto, la acusación que intelectuales kirchneristas le endilgan a la Fundación El Libro de ser un frente de los monopolios editoriales, cuando pocos meses atrás ellos se peleaban para conseguir pasaje en la delegación oficial a la Feria de Francfort. En última instancia, tanto el gobierno de Cristina Fernández como Vargas Losa y la Fundación El Libro están de acuerdo en la defensa del negocio de los grandes pulpos editoriales. 

Los escritores ligados al oficialismo se acordaron de la condición capitalista de la Fundación El Libro a raíz de la invitación a Vargas Llosa para que pronuncie el discurso inaugural. El director de la Biblioteca Nacional , Horacio González, reclamó una modificación de la agenda con el argumento de que "hay dos Vargas Llosa, el gran escritor que todos festejamos, y el militante que no ceja ni un segundo en atacar a los gobiernos populares de la región". 

Para salvar el inconveniente que representa el peruano, propuso que "para este evento inaugural se designe a un escritor argentino en condiciones de representar las diferentes corrientes artísticas y de ideas que se manifiestan hoy en la sociedad argentina". ¿Quién encarnaría a semejante espejismo? Semejante "síntesis" sería repudiable como emblema del eclecticismo y de la mediocridad. El país ha visto a numerosos escritores que les chupan las medias a "los gobiernos populares", pero no por eso deberían inaugurar la Feria. La mayoría de ellos ha atacado al Partido Obrero por el asesinato de nuestro compañero Mariano Ferreyra, con el inocultable propósito de encubrir a la burocracia sindical, la estatización de los sindicatos y la coalición político-económica que mantiene el gobierno con la patota asesina. 

Si designaran, llegado el caso, a semejante "síntesis" de "las corrientes de ideas de la sociedad argentina", iríamos a repudiarlo como un agente de la patota de la UF. 

Por otro lado, ¿por qué debería ser un escritor el que inaugure la Feria y no un lector, si la Feria es "del escritor al lector", por ejemplo un obrero ferroviario? Este podría transmitir a "la sociedad" la vivencia de un explotado con la literatura. Para que ocurra esto no es necesario prohibir la presencia de Vargas Llosa, sino cancelar el carácter capitalista de la Fundación El Libro. 

A los "intelo" K es lo último que se les ocurriría. Lo que diferencia a Vargas Llosa de un K es la consecuencia: el peruano sigue defendiendo las políticas menemistas que impulsaron los K (y que hoy protegen de la desaparición) bajo el menemismo. Con relación a la cuestión palestina, sin embargo, Vargas Llosa se encuentra a la izquierda de los K, tutelados por el sionismo.

En el mundo abundan los grandes escritores que son políticamente reaccionarios -desde Balzac hasta Céline y Borges. El autor de La ciudad y los perros es, desde hace mucho, un vocero del Departamento de Estado norteamericano.

González no aclara quiénes militan en la coalición de derecha que él ataca, aunque muchos de los consuetudinarios habitués de las coaliciones de derecha que han pululado en la Argentina son o fueron aliados del gobierno kirchnerista, como Duhalde, Scioli y la burocracia sindical, o son sus socios políticos en algunos emprendimientos de seguridad, como Macri en el acuerdo de acción conjunta entre la Federal y la Metropolitana en la masacre del parque Indoamericano, o en la unificación de las elecciones comunales acordada en la Legislatura.

Las dos organizaciones más importantes que nuclean a escritores dieron también su opinión respecto de la invitación al Nobel. En su declaración, el presidente de la Sade, Alejandro Vaccaro, quien hace muy poco afirmó en un reportaje en Clarín, que su organización sólo pretendía defender los derechos de los escritores sin meterse en cuestiones ideológicas -cosa que dejaba para la SEA-, interviene en el debate en favor del gobierno. En cambio, la "ideológica" SEA, por boca de su vicepresidente, dice: "Hubiéramos querido que fuera otro; expresamos nuestro disgusto, pero lo aceptamos". 

Para la SEA cooptada por el macrista Lombardi, "Vargas Llosa ha tenido expresiones casi injuriantes para la Argentina ", sin aclarar si se refiere a las denuncias de corruptela y latrocinio gubernamentales por parte del Premio Nobel. Tampoco queda claro a cuál Argentina se refiere: si a la de Pedraza, el pago de la deuda al Club de París y el veto al 82% móvil para los jubilados, o a la de la lucha de los tercerizados por su pase a planta permanente, la de los trabajadores del subte por el reconocimiento de su dirección combativa y la de los que luchan por el castigo a todos los responsables del asesinato de Mariano Ferreyra

Horacio González, al final, cometió un delito de lesa literatura: primero, se anticipó a sus mandantes para pedir la proscripción del novelista; luego se plegó, como los otros seguidistas K, al rechazo de la Presidenta a su reclamo -algo que Vargas Llosa no ha hecho hasta ahora con el poder político, aunque sea un propagandista político del imperialismo. LuchArte expresa su rechazo a que Vargas Llosa inaugure la Feria, pero no a que participe de ella bajo cualquier forma, también rechaza el carácter comercial, es decir capitalista de la Feria, y todas las proscripciones que esto implica -desde las limitaciones económicas hasta las políticas para participar. 

Del mismo modo, rechaza la pretensión de los K de ocupar ese puesto, lo que no sería más que una tentativa de regimentar la opinión, como ocurre con todos los emprendimientos que ha tomado el oficialismo. 

La Feria del Libro debe representar al campo de los escritores, de la educación y de la clase obrera. El carácter de la inauguración no sería determinado por la Fundación Nobel ni por la Fundación El Libro, ni tampoco por organismos disciplinados al poder político. 

Los "intelos" que aplauden el pago de la deuda externa con dinero de la Anses no tienen condiciones para dar lecciones de antiimperialismo a nadie. Reclamamos sí que la Feria del Libro organice mesas de debate sobre lo que diga Vargas Llosa, abiertas a todas las corrientes políticas e intelectuales de la Argentina. 

Sabemos que las opiniones políticas son expresiones de la defensa de intereses determinados; por eso no nos resulta ingenua la invitación de la Fundación El Libro al autor de Pantaleón y las visitadoras. La Feria debería abrir un espacio para el debate de estas posiciones, de modo que quede claro de qué lado está cada quien.

Ni la Sade ni la SEA defienden la intervención independiente de sus afiliados. Proponemos a todos los escritores la creación de una corriente independiente del Estado y de los partidos patronales, que se alinee con la lucha de los trabajadores por la defensa de sus derechos y reivindicaciones. 

LuchArte Escritores

Que se calle ese ciego

Martín Caparroz

Querido Horacio: ¿qué harías si apareciera Borges? ¿Y Cortázar? Me cuesta escribirte estas líneas. Vos sabés que te respeto y, sobre todo, te tengo mucho cariño. Pero acabo de leer tu carta al director de la Cámara del Libro pidiendo que anulen la invitación a Mario Vargas Llosa para que inaugure la Feria del Libro.

A mí Vargas me cae bastante mal. Sus opiniones políticas me parecen –como a vos– deleznables. Pero es un escritor, que fue un excelente escritor de los años sesenta, que publicó entonces dos o tres libros muy buenos y un gran libro, y que después se dedicó a confeccionar novelitas –lo cual es, en su caso, particularmente enojoso: alguien con su inteligencia sabía qué estaba haciendo.

A vos su literatura, decís, te gusta más que a mí. Pero decís que “mucho tememos –¿quiénes son ustedes?– que no sea el Vargas Llosa de Conversación en la Catedral el que hable en la Feria sino el Vargas Llosa de la coalición de derecha que en estos mismos días realiza una reunión en Buenos Aires”.

Yo imagino que debe ser el mismo y que, para inaugurar una Feria del Libro hablará de libros y, quizás, un poco de política. Supongo que es, al fin y al cabo, un derecho que se ganó escribiendo: si no te gusta lo que dice, te alcanzaría con ejercer tu derecho a no escucharlo. Pero querés que no hable.

Y más. Si solo –¿solo?– hubieras querido que no hablara era más eficaz levantar el teléfono y llamar a la Cámara del Libro: entonces ellos habrían podido organizar con él un resfrío o una cojera pertinaz. Pero no se trataba de eso: uno diría que ustedes –¿quiénes son ustedes?– querían demostrar que pueden, que definen quién habla y quién no habla. No creo que sea tu intención, Horacio, pero así es como queda, porque en lugar de llamar a la Cámara publicás un texto para invitarlos públicamente a que “reconsideren” su invitación a que le digan, en síntesis, como solía decir nuestro querido Elvio, “no te vistas que no vas”.

Con eso, para empezar, le das al asunto una difusión improbable: si Vargas hubiera hablado en la Feria, eran unas líneas rutinarias en los diarios con tu pedido despertaste radios y televisiones y malhumores de mucha gente que cree que hay que dejar hablar. Supongo que era lo que querías si no, sería un error grave.

Para seguir, ponés a la Feria en un brete: si no te hacen caso y le mantienen la invitación se enemistan con el oficialismo –vos sos, ahora, el oficialismo, el peso del Estado– y, en este país y este momento, un organismo de ese tipo puede pagarlo caro si te hacen caso y le dicen que no venga, son unos pusilánimes tornadizos a los que no muchos, de ahora en adelante, aceptarán convites. Una situación de pura pérdida.

Supongamos que no te importe: es tu derecho. Les proponés que, en cambio, “se designe a un escritor argentino en condiciones de representar las diferentes corrientes artísticas y de ideas que se manifiestan hoy en la sociedad argentina”. ¿Lo decís en serio, Horacio? ¿Un escritor argentino que represente “las diferentes corrientes artísticas y de ideas”? ¿Uno para todas, todas para uno? Vos sabés mejor que yo que ese escritor no existe y, al tratar de desinvitar a Vargas Llosa, trabajás para que exista menos todavía.

Yo no estoy en contra del enfrentamiento social y cultural sí estoy en contra del enfrentamiento social y cultural por chiquitaje. Pero los dos sabemos que en la cultura argentina actual hay un grado de enfrentamiento que elimina cualquier posibilidad de que alguien “represente las diferentes corrientes”. Y además, ¿por qué tiene que ser argentino? ¿Estamos por las fronteras literarias? ¿Nos sentimos más cerca de Hugo Wast que de Vassili Grossman, de Mallea que de Céline, de Aguinis que de Murakami? ¿Somos jinetes protestantes?

Discúlpame que te diga que tu gesto me parece autoritario. El problema no es que no estén representadas las distintas corrientes: en una inauguración, si habla un tipo, nunca va a estar representada más de una. El tema es que ésa no te gusta. Sí te gusta, supongo, la una y única que está representada en esos actos multitudinarios que organiza el gobierno argentino en el canal público, llamados 678, donde vas con cierta frecuencia ahí no parece molestarte que no estén representadas “las diferentes corrientes artísticas y de ideas que se manifiestan hoy en la sociedad argentina” ahí, en un espacio tanto más público –con mucho más público, pagado por el dinero público– que la Feria del Libro, nunca se presenta sino una corriente, y a todas las otras que las parta un rayo –o sus insultos. Dicen algunos que en la Biblioteca Nacional pasa algo parecido, pero no me consta sí sé que en la mayoría de sus actos, la corriente es más o menos monocorde.

En cualquier caso, la situación parece clara: un intelectual oficialista –respaldado por otros intelectuales oficialistas: un grupo de intelectuales oficialistas trata de impedir que un escritor que dice que respeta pero no le gusta por sus posiciones políticas inaugure la Feria del Libro. Por eso la pregunta del principio: ¿si viniera, un suponer, Jorge Luis Borges, tanto más de derecha que Mario Vargas Llosa, también le impedirían inaugurar la Feria?

¿O si viniera, incluso, Julio Cortázar, y siguiera siendo de izquierda y entonces criticara a este gobierno, también lo callarían? No quiero ponerme liberal, nunca lo fui. Pero el peligro de decir quién puede y quién no puede hablar es que sienta un precedente: hoy decís que no puede hablar fulano porque no te gusta ¿cómo hacés para impedir que otros hagan lo mismo, mañana, con zutano? ¿Con el sólo argumento de que zutano sí te gusta y tenés el poder de decidirlo? ¿Es un puro ejercicio de poder? Vos sabrás. Yo, como nunca tuve, no sé hacer esas cosas.

Afectuosamente, pese a todo,

                                              Martín Caparrós.


El Argentino

Piqueteros intelectuales

Mario Vargas Llosa

MADRID.- Un puñado de intelectuales argentinos kirchneristas, vinculados con el grupo Carta Abierta, encabezados por el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, pidió a los organizadores de la Feria del Libro de Buenos Aires, que se abrirá el 20 de abril, que me retirara la invitación para hablar el día de su inauguración. La razón del veto: mi posición política "liberal", "reaccionaria", enemiga de las "corrientes progresistas del pueblo argentino" y mis críticas a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner.

Bastante más lúcida y democrática que sus intelectuales, la presidenta Cristina Fernández se apresuró a recordarles que semejante demostración de intolerancia y a favor de la censura no parecía una buena carta de presentación de su gobierno, ni oportuna, cuando parece iniciarse una movilización a favor de la reelección. Obedientes, pero sin duda no convencidos, los intelectuales kirchneristas dieron marcha atrás.

Me alegra coincidir en algo con la presidenta Cristina Fernández, cuyas políticas y declaraciones populistas en efecto he criticado, aunque sin llegar nunca al agravio, como alegó uno de los partidarios de mi defenestración. Nunca he ocultado mi convencimiento de que el peronismo, aunque haya impulsado algunos progresos de orden social y sindical, hechas las sumas y las restas ha contribuido de manera decisiva a la decadencia económica y cultural del único país de América latina que llegó a ser un país del primer mundo y a tener en algún momento un sistema educativo que fue un ejemplo para el resto del planeta.

Esto no significa, claro está, que aliente la menor simpatía por sus horrendas dictaduras militares cuyos crímenes, censuras y violaciones de los derechos humanos he criticado siempre con la mayor energía en nombre de la cultura de la libertad que defiendo y que es constitutivamente alérgica a toda forma de autoritarismo.

Precisamente, la única vez que he padecido un veto o censura en la Argentina, parecido al que pedían para mí los intelectuales kirchneristas, fue durante la dictadura del general Videla, cuyo ministro del Interior, el general Harguindeguy, expidió un decreto de abultados considerandos prohibiendo mi novela La tía Julia y el escribidor y demostrando que ésta era ofensiva al "ser argentino". Advierto con sorpresa que los intelectuales kirchneristas comparten con aquel general cierta noción de la cultura, de la política y del debate de ideas que se sustenta en un nacionalismo esencialista un tanto primitivo y de vuelo rasero.

Porque lo que parece ofender principalmente a Horacio González, José Pablo Feinmann, Aurelio Narvaja, Vicente Battista y demás partidarios del veto, por encima de mi liberalismo es que, siendo un extranjero, me inmiscuya en los asuntos argentinos. Por eso les parecía más justo que abriera la Feria del Libro de Buenos Aires un escritor argentino en consonancia con las "corrientes populares".

Si tal mentalidad hubiera prevalecido siempre en la Argentina, el general José de San Martín y sus soldados del Ejército Libertador no se hubieran ido a inmiscuir en los asuntos de Chile y Perú y, en vez de cruzar la cordillera de los Andes impulsados por un ideal anticolonialista y libertario, se hubieran quedado cebando mate en su tierra, con lo que la emancipación hubiera tardado un poco más en llegar a las costas del Pacífico sudamericano. Y si un rosarino llamado Ernesto "Che" Guevara hubiera profesado el estrecho nacionalismo de los intelectuales kirchneristas, se hubiera eternizado en Rosario ejerciendo la medicina en vez de ir a jugarse la vida por sus ideas revolucionarias y socialistas en Guatemala, Cuba, el Congo y Bolivia.

Fuego de artificio

El nacionalismo es una ideología que ha servido siempre a los sectores más cerriles de la derecha y la izquierda para justificar su vocación autoritaria, sus prejuicios racistas, sus matonerías, y para disimular su orfandad de ideas tras un fuego de artificio de eslóganes patrioteros. Está visceralmente reñido con la cultura, que es diálogo, coexistencia en la diversidad, respeto del otro, la admisión de que las fronteras son en última instancia artificios administrativos que no pueden abolir la solidaridad entre los individuos y los pueblos de cualquier geografía, lengua, religión y costumbres pues la nación -al igual que la raza o la religión- no constituye un valor ni establece jerarquías cívicas, políticas o morales entre la colectividad humana.
Por eso, a diferencia de otras doctrinas e ideologías, como el socialismo, la democracia y el liberalismo, el nacionalismo no ha producido un solo tratado filosófico o político digno de memoria, sólo panfletos a menudo de una retórica tan insulsa como beligerante. Si alguien lo vio bien, y lo escribió mejor, y lo encarnó en su conducta cívica fue uno de los políticos e intelectuales latinoamericanos que yo admiro más, el argentino Juan Bautista Alberdi, que llevó su amor a la justicia y a la libertad a oponerse a la guerra que libraba su propio país contra Paraguay, sin importarle que los fanáticos de la intolerancia lo acusaran de traidor.

Los vetos y las censuras tienden a imposibilitar todo debate y a convertir la vida intelectual en un monólogo tautológico en el que las ideas se desintegran y convierten en consignas, lugares comunes y clisés. Los intelectuales kirchneristas que sólo quisieran oír y leer a quienes piensan como ellos y que se arrogan la exclusiva representación de las "corrientes populares" de su país están muy lejos no sólo de un Alberdi o un Sarmiento, sino también de una izquierda genuinamente democrática que, por fortuna, está surgiendo en América latina, y que en países donde ha estado o está en el poder, como en Chile, Brasil, Uruguay, ha sido capaz de renovarse, renunciando no sólo a sus tradicionales convicciones revolucionarias reñidas con la democracia "formal" sino al populismo, al sectarismo ideológico y al dirigismo, aceptando el juego democrático, la alternancia en el poder, el mercado, la empresa y la inversión privadas, y las instituciones formales que antes llamaba burguesas. Esa izquierda renovada está impulsando de una manera notable el progreso económico de sus países y reforzando la cultura de la libertad en América latina.

¿Qué clase de Argentina quieren los intelectuales kirchneristas? ¿Una nueva Cuba, donde, en efecto, los liberales y demócratas no podríamos jamás dar una conferencia ni participar en un debate y donde sólo tienen uso de la palabra los escribidores al servicio del régimen? La convulsionada Venezuela de Hugo Chávez es tal vez su modelo. Pero allí, a diferencia de los miembros del grupo Carta Abierta, la inmensa mayoría de intelectuales, tanto de izquierda como de derecha, no es partidaria de los vetos y censuras. Por el contrario, combate con gran coraje contra los atropellos a la libertad de expresión y la represión creciente del gobierno chavista a toda forma de disidencia u oposición.

De quienes parecen estar mucho más cerca de lo que tal vez imaginan Horacio González y sus colegas es de los piqueteros kirchneristas que, hace un par de años, estuvieron a punto de lincharnos, en Rosario, a una treintena de personas que asistíamos a una conferencia de liberales, cuando el ómnibus en que nos movilizábamos fue emboscado por una pandilla de manifestantes armados de palos, piedras y botes de pintura. Durante un buen rato debimos soportar una pedrea que destrozó todas las lunas del vehículo, y lo dejó abollado y pintarrajeado de arriba abajo con insultos. Una experiencia interesante e instructiva que parecía concebida para ilustrar la triste vigencia en nuestros días de aquella confrontación entre civilización y barbarie que describieron con tanta inteligencia y buena prosa Sarmiento en su Facundo y Esteban Echeverría en ese cuento sobrecogedor que es El matadero .

Me apena que quien encabezara esta tentativa de pedir que me censuraran fuera el director de la Biblioteca Nacional, es decir, alguien que ocupa ahora el sitio que dignificó Jorge Luis Borges. Confío en que no lo asalte nunca la idea de aplicar, en su administración, el mismo criterio que lo guió a pedir que silenciaran a un escritor por el mero delito de no coincidir con sus convicciones políticas. Sería terrible, pero no inconsecuente ni arbitrario. Supongo que si es malo que las ideas "liberales", "burguesas" y "reaccionarias" se escuchen en una charla, es también malísimo y peligrosísimo que se lean. De ahí hay solo un paso a depurar las estanterías de libros que desentonan con "las corrientes progresistas del pueblo argentino".

El País.es

domingo, 13 de marzo de 2011

La feria de Vargas


Américo Cristófalo*

“La ciudad no hablaba de otra cosa.”
Vargas Llosa, El sueño del celta

 
La polémica de estos días acerca de Vargas Llosa –la invitación que le concede la Fundación El Libro para abrir la Feria de Buenos Aires, y las dos cartas de Horacio González– puso en escena una serie de supuestos acerca de lo que es posible decir, qué actores y en calidad de qué lo dicen, cuándo decirlo, y la oportunidad política de hacerlo.

Supuestos de compleja elucidación y que merecen alguna mesura mayor, pronunciamientos más serenos, un lenguaje más sutil para el tratamiento de las categorías en disputa: censura, libre expresión, literatura y política, etc. Pero hay dos presunciones que han tomado la apariencia de verdades universales.

La primera se refiere al carácter “indiscutido” de Vargas Llosa en cuanto escritor, independientemente de sus opiniones; se lo ha llamado “gran maestro” de la novela, se invoca el consenso del Premio Nobel, se habla de su “inmensa erudición”, se juzga eminente su obra… en fin, se pone a Vargas en la cima de la literatura contemporánea en lengua española.

La segunda presunción establece que las instituciones públicas no deben ni pueden pronunciarse acerca de lo que en el terreno del libro hacen o deshacen las fundaciones privadas, el mercado y la industria cultural; se considera peligroso y aun aberrante que una institución del Estado abra y promueva un debate en este sentido, se recurre al típico prejuicio liberal, por otra parte propio de propagandistas y agentes como el Nobel implicado, que de entrada cierra toda alternativa de discusión alrededor de un sector simbólicamente sensible de la producción y las prácticas culturales, y se estima que el Estado no tiene nada que hacer ni decir acerca de ellas.

Por razones que no sería pertinente delimitar aquí, algo –llamémoslo provisoriamente deseo– comprende la distinción entre novela estándar y novela, probablemente porque la novela moderna buscó desde siempre la negación de la novela. Esta cualidad negativa fue uno de sus rasgos fuertes hasta aproximadamente la década del ‘80.

Hablo de la potencia que dio lugar a Ulises, a Molloy, a las sagas faulknerianas, por citar momentos clásicos, o entre nosotros novelas como, Cuerpo a cuerpo, de David Viñas o El amhor, los orsinis y la muerte, de Néstor Sánchez, o La experiencia de la vida, de Leónidas Lamborghini. El debate hasta aquí viene excluyendo con todo cuidado lo que se revela en la política de las formas.

Se define al ex candidato como escritor de derecha porque opina y propaga argumentos tópicos de la derecha política. A mi modo de ver, Vargas es un escritor de derecha porque ha sabido interpretar y cumplir con evidente docilidad, libre sometimiento y sentido de ocasión, el giro general que a partir de los años ’80 se recomendó aplicar y se recomienda seguir aplicando desde los grandes consorcios editoriales.

Pasado el suspiro verde-continental del boom, para superar 20 mil ejemplares había que acomodarse al conjunto de normas de la industria editorial, tardíamente alcanzada por conocidos y quizás inevitables movimientos de concentración, bancarización y virtualización financiera, movimientos que dieron paso a la moneda universal única de la novela, el mismo relato escrito una y otra vez en Tokio, Londres, Buenos Aires o Lima, con variantes de ingenio, mayor o menor competencia técnica y en lenguas llamadas neutras.

Un lenguaje de novela que no tenía el alcance que llegó ahora a tener cuando Barral era todavía el señor Carlos Barral, y Gallimard el señor Gastón Gallimard, y los dueños del negocio no eran fondos de inversión que apresuran resultados a Prisa. Es al menos ingenuo pensar que los grandes procesos de monopolización editorial se limitaron a cambiar la forma y fachada del negocio.

Tuvieron y tienen una incidencia no del todo entendida, asumida irracional o deliberadamente, sobre las elecciones formales, los procedimientos técnicos y la ideología literaria. El malentendido es fenomenal. Vargas es un escritor de la derecha porque opina lo que opina y porque en correlato habla plácidamente la lengua mitológica, oscura y redundante de las fórmulas salvajes que impuso la industria cultural. Escrituras como las de Viñas o Lamborghini (ver Tartabul, 2006; ver Trento, 2003) persistieron en cambio y a través de la novela sobre tonos dramáticos, satíricos y desmitificadores de la cultura.

No está de más agregar al debate que Vargas, su premiado trabajo de novelista, responde al llamado celestial del mercado y que ese llamado es un mandato acerca del buen hacer narrativo: claridad y sucesividad de trama, personajes consistentes, equilibrio, intriga, peripecias ocurrentes, enciclopedismo histórico, psicología, destreza de voces, etc.

El conjunto de apreciaciones que domina la correcta literatura con agregados de color existencial, altisonancias culturales, alardes profundos, aburrimiento insípido, frases solemnes y empalagosas. Cartón lleno. Por la vía de las comparaciones y semejanzas se escucha insistentemente en estos días, y como réplica a la discreta sugerencia de Horacio González, llevada al paroxismo de la sordera y la deformación: “¿Y qué hubieras hecho si la inauguración de la Feria se la daban a Borges?”

Refiero la ligera comparación “ideológica” entre Borges y Vargas, definidos según se dice por una común costumbre conservadora. Dicho muy rápidamente, Borges permaneció en la lengua Borges, permaneció irónicamente exterior a la lengua del espectáculo.

Habló una lengua acriollada, una lengua reminiscente, que se estimó elegante en la elusión o la cita estereotipada de tonos plebeyos, una lengua que se presentó según linajes argentinos, una lengua escrita sobre una superficie muy delgada, que quiso arrogarse una vaga hazaña incorpórea.

Esa lengua tan reconocible y problemática para lectores argentinos, objeto discutible para el oído puesto en otros lenguajes argentinos, no está sin embargo arraigada en la difusión contemporánea de las reglas y ritmos de la industria editorial. Vargas Llosa, según esta somera hipótesis, se movió en el sentido de la nueva derecha cultural, se inclinó a su lengua, la propagó tanto en su catálogo de opiniones como en su obra de narrador.

Y para un lector atentísimo a los matices, a las implicancias políticas de la lengua y las paradojas borgeanas como Horacio González, imagino, o mejor, tengo la certeza de que esta comparación debe resonarle como uno más de los muchos absurdos que inesperadamente se pusieron en marcha esta semana.

El segundo supuesto, la idea de que las instituciones públicas no deben opinar, ni ejercer ninguna tarea crítica respecto de las iniciativas privadas, define un tejido político, una ciudad –mal que le pese al seudoliberalismo contemporáneo– muy escasamente republicana.

El estado de derecho no se define sólo por el monopolio de la fuerza, por la sujeción a la ley o el cumplimiento de las obligaciones y garantías civiles; es también, como se sabe, un dispositivo de mediación en la conflictividad social. La industria de la cultura no es un bloque homogéneo, está compuesta por una multiplicidad de actores e intereses enfrentados.

Y la Feria del Libro es un objeto cultural de la misma naturaleza que los medios de comunicación. Un objeto de masas. Uno o dos grupos de empresas editoriales, empresas de composición financiera de capital, empresas que controlan y obtienen los mejores precios de insumos, capaces de grandes programas de marketing, empresas asociadas a gigantescas cadenas de distribución nacional e internacional, empresas que representan el 5 por ciento de las casas de edición que funcionan en el país y que dominan cerca del 80 por ciento del mercado, esas empresas que convierten a Majul en escritor y lo llevan a altísimos niveles de venta, esas empresas, de las que el conferencista Vargas es socio y amigo, las mismas que rigen pautas y consensos formales acerca de lo que debe ser una novela, son las que lo proponen y promueven junto con oscuras asociaciones y fundaciones emparentadas con la escuela de Chicago y con los amigos hollywoodenses del rifle.

¿Por qué no habrían de expresarse acerca de esta realidad las instituciones públicas, universidades, bibliotecas, secretarías y subsecretarías que están en relación con la vida cultural? ¿Por qué no habrían de expresarse críticamente los intelectuales argentinos o aun las empresas, los escritores y artistas que padecen las brutales asimetrías del sector?

Cristina Fernández interpretó con toda eficacia el tenor del debate, y desde su investidura puso sin ningún género de duda que en ningún caso se trata de impedir al señor Vargas (a pesar de sus conocidos desvaríos acerca del carácter del gobierno argentino, de los argentinos y del clima en el que estamos) que nos deleite e instruya con su conferencia inaugural. Entiendo sin embargo que este no fue un modo de clausurar el debate, sino más bien un modo de inspirarlo y extenderlo.

Si este episodio quedara en la mera anécdota –como escuchamos decir sistemáticamente en los medios de comunicación y por boca del propio Vargas– de que un “pequeño grupo” de intelectuales “vetó” su palabra sacerdotal, se habría empobrecido y disuelto el interés real que representa y que apunta a una reflexión seria a propósito del estado de la cultura, de sus industrias y de las políticas culturales.

¿No es este momento argentino un momento propicio para dar con intensidad los debates que, comparables con las discusiones sobre ley de medios, pongan foco sobre cuestiones de primer orden como la democratización de la palabra, el libro, la educación literaria, los usos de la lengua? Dos palabras más acerca del furor comparativo que se ha despertado.

Abel Posse, por ejemplo, argumenta en televisión en el sentido de que los dichos “provocadores” de un escritor no deben alarmar, y que la provocación de Vargas es comparable a las de Flaubert o Baudelaire. Si la comparación con Borges no resiste discusión, esta otra resulta una enormidad disparatada. Flaubert o Baudelaire, dos casos bien conocidos de desprecio de la moral dominante, señor Posse.

Usted y muchos, aunque difieran de usted, no entienden que Vargas está rendido al discurso difuso o uniforme de la mercancía espectacular; acoto que no es alarma lo que ocasiona, sino más bien, y en el terreno de las emociones primarias, otra que educadamente declino nombrar.

Son frágiles y huidizas las acciones, pero diremos que el teatro de Vargas presenta al profesional correcto, en su círculo acumulativo, en su régimen de conservación, que nada tiene eso que ver con las distancias flaubertianas, con la invención idiomática de Borges, con el derroche baudelairiano.

Ni tampoco con el riesgo de escritor que ha asumido Horacio González, del mismo modo: en sus declaraciones públicas como en sus libros y artículos, como en su extraordinario trabajo al frente de la Biblioteca Nacional. La literatura se hace siempre con la vida, señor Posse.

Diremos algunas obviedades más para terminar: que la prohibición legal que pesó sobre Las Flores del Mal se levantó en Francia casi un siglo después de su primera y condenada edición.

Que ese libro cambió el destino de la lengua poética, que Bouvard y Pécuchet desafió la metafísica tradicional de la novela, y que los libros de Vargas, pienso, no han ido más allá de las formas convencionales de la literatura moderna.

11 de marzo de 2011

* Director de la carrera de Letras, UBA.

jueves, 10 de marzo de 2011

Que la Feria del Libro abra un espacio para discutir las posiciones de Vargas Llosa

La Feria del Libro es un acontecimiento eminentemente comercial, su éxito se mide por cantidad de visitantes y ventas. Es lo que sucede también con otras ferias ligadas a la actividad: en la última Feria de Francfort, por citar el ejemplo paradigmático de estos eventos, los acontecimientos más difundidos fueron la venta de los derechos de la obra de Borges y la algarabía que el nombramiento de Vargas Llosa como Premio Nobel había causado en el stand de Alfaguara, la multinacional que tiene los derechos del peruano. 

Esto no impide, o mejor dicho, quizá provoque que la Feria opere también como caja de resonancia de la actualidad política. Es lo que sucede con la invitación, por parte de la Fundación El Libro, del autor de La tía Julia y el escribidor a la apertura no oficial de la Feria. 

Es una impostura, por tanto, la acusación que intelectuales kirchneristas le endilgan a la Fundación El Libro de ser un frente de los monopolios editoriales, cuando pocos meses atrás ellos se peleaban para conseguir pasaje en la delegación oficial a la Feria de Francfort. En última instancia, tanto el gobierno de Cristina Fernández como Vargas Losa y la Fundación El Libro están de acuerdo en la defensa del negocio de los grandes pulpos editoriales. 

Los escritores ligados al oficialismo se acordaron de la condición capitalista de la Fundación El Libro a raíz de la invitación a Vargas Llosa para que pronuncie el discurso inaugural. El director de la Biblioteca Nacional , Horacio González, reclamó una modificación de la agenda con el argumento de que "hay dos Vargas Llosa, el gran escritor que todos festejamos, y el militante que no ceja ni un segundo en atacar a los gobiernos populares de la región". 

Para salvar el inconveniente que representa el peruano, propuso que "para este evento inaugural se designe a un escritor argentino en condiciones de representar las diferentes corrientes artísticas y de ideas que se manifiestan hoy en la sociedad argentina". ¿Quién encarnaría a semejante espejismo? Semejante "síntesis" sería repudiable como emblema del eclecticismo y de la mediocridad. El país ha visto a numerosos escritores que les chupan las medias a "los gobiernos populares", pero no por eso deberían inaugurar la Feria. La mayoría de ellos ha atacado al Partido Obrero por el asesinato de nuestro compañero Mariano Ferreyra, con el inocultable propósito de encubrir a la burocracia sindical, la estatización de los sindicatos y la coalición político-económica que mantiene el gobierno con la patota asesina. 

Si designaran, llegado el caso, a semejante "síntesis" de "las corrientes de ideas de la sociedad argentina", iríamos a repudiarlo como un agente de la patota de la UF. 

Por otro lado, ¿por qué debería ser un escritor el que inaugure la Feria y no un lector, si la Feria es "del escritor al lector", por ejemplo un obrero ferroviario? Este podría transmitir a "la sociedad" la vivencia de un explotado con la literatura. Para que ocurra esto no es necesario prohibir la presencia de Vargas Llosa, sino cancelar el carácter capitalista de la Fundación El Libro. 

A los "intelo" K es lo último que se les ocurriría. Lo que diferencia a Vargas Llosa de un K es la consecuencia: el peruano sigue defendiendo las políticas menemistas que impulsaron los K (y que hoy protegen de la desaparición) bajo el menemismo. Con relación a la cuestión palestina, sin embargo, Vargas Llosa se encuentra a la izquierda de los K, tutelados por el sionismo.

En el mundo abundan los grandes escritores que son políticamente reaccionarios -desde Balzac hasta Céline y Borges. El autor de La ciudad y los perros es, desde hace mucho, un vocero del Departamento de Estado norteamericano.

González no aclara quiénes militan en la coalición de derecha que él ataca, aunque muchos de los consuetudinarios habitués de las coaliciones de derecha que han pululado en la Argentina son o fueron aliados del gobierno kirchnerista, como Duhalde, Scioli y la burocracia sindical, o son sus socios políticos en algunos emprendimientos de seguridad, como Macri en el acuerdo de acción conjunta entre la Federal y la Metropolitana en la masacre del parque Indoamericano, o en la unificación de las elecciones comunales acordada en la Legislatura.

Las dos organizaciones más importantes que nuclean a escritores dieron también su opinión respecto de la invitación al Nobel. En su declaración, el presidente de la Sade, Alejandro Vaccaro, quien hace muy poco afirmó en un reportaje en Clarín, que su organización sólo pretendía defender los derechos de los escritores sin meterse en cuestiones ideológicas -cosa que dejaba para la SEA-, interviene en el debate en favor del gobierno. En cambio, la "ideológica" SEA, por boca de su vicepresidente, dice: "Hubiéramos querido que fuera otro; expresamos nuestro disgusto, pero lo aceptamos". 

Para la SEA cooptada por el macrista Lombardi, "Vargas Llosa ha tenido expresiones casi injuriantes para la Argentina ", sin aclarar si se refiere a las denuncias de corruptela y latrocinio gubernamentales por parte del Premio Nobel. Tampoco queda claro a cuál Argentina se refiere: si a la de Pedraza, el pago de la deuda al Club de París y el veto al 82% móvil para los jubilados, o a la de la lucha de los tercerizados por su pase a planta permanente, la de los trabajadores del subte por el reconocimiento de su dirección combativa y la de los que luchan por el castigo a todos los responsables del asesinato de Mariano Ferreyra

Horacio González, al final, cometió un delito de lesa literatura: primero, se anticipó a sus mandantes para pedir la proscripción del novelista; luego se plegó, como los otros seguidistas K, al rechazo de la Presidenta a su reclamo -algo que Vargas Llosa no ha hecho hasta ahora con el poder político, aunque sea un propagandista político del imperialismo. LuchArte expresa su rechazo a que Vargas Llosa inaugure la Feria, pero no a que participe de ella bajo cualquier forma, también rechaza el carácter comercial, es decir capitalista de la Feria, y todas las proscripciones que esto implica -desde las limitaciones económicas hasta las políticas para participar. 

Del mismo modo, rechaza la pretensión de los K de ocupar ese puesto, lo que no sería más que una tentativa de regimentar la opinión, como ocurre con todos los emprendimientos que ha tomado el oficialismo. 

La Feria del Libro debe representar al campo de los escritores, de la educación y de la clase obrera. El carácter de la inauguración no sería determinado por la Fundación Nobel ni por la Fundación El Libro, ni tampoco por organismos disciplinados al poder político. 

Los "intelos" que aplauden el pago de la deuda externa con dinero de la Anses no tienen condiciones para dar lecciones de antiimperialismo a nadie. Reclamamos sí que la Feria del Libro organice mesas de debate sobre lo que diga Vargas Llosa, abiertas a todas las corrientes políticas e intelectuales de la Argentina. 

Sabemos que las opiniones políticas son expresiones de la defensa de intereses determinados; por eso no nos resulta ingenua la invitación de la Fundación El Libro al autor de Pantaleón y las visitadoras. La Feria debería abrir un espacio para el debate de estas posiciones, de modo que quede claro de qué lado está cada quien.

Ni la Sade ni la SEA defienden la intervención independiente de sus afiliados. Proponemos a todos los escritores la creación de una corriente independiente del Estado y de los partidos patronales, que se alinee con la lucha de los trabajadores por la defensa de sus derechos y reivindicaciones. 

LuchArte Escritores